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Después del páramo de Berlín

Marcos es de Venezuela y lleva muchos años en Ecuador. Es el sacerdote de la parroquia de Peguche. Allí, abrió el año pasado un albergue para migrantes venezolanos que caminan por nuestros países huyendo del colapso del suyo. Decir esto parece simple pero es un trabajo que surge de la nada: Marcos inició conversaciones con el barrio Santa Lucía, en donde la directiva solidariamente acogió su idea, luego consiguió para el arriendo y buscó colchones y ropa. Las donaciones fueron llegando: una lavadora, unas literas, comida. Siempre se resolvió sobre la marcha la comida de cada día, las mantas, los zapatos que todos necesitan al llegar con los talones partidos y llagas en los pies, medicamentos para bajar la fiebre y para deshinchar rodillas. Hacer de la nada a favor de los otros siendo capaces de imaginar lo ausente. 

El proyecto de Marcos es parte de una red “no coordinada” pero existente de puntos solidarios de nuestros países que reciben a los caminantes venezolanos por una noche para que se duchen, se recuperen y puedan pensar que hay mañana. Marcos aún no conoce a Carmen, por ejemplo, la mujer de El Juncal que ha recibido en su casa a más de ocho mil caminantes. Ellos, a su vez, no conocen a los hombres y mujeres del sector del Páramo de Berlín en Colombia que llevan y traen a gente en sus carros y les dan comida para seguir. El Páramo de Berlín es un cruce que se hace hasta a diez grados bajo cero. Hay frailejones y lagunas, pero los caminantes no pueden contemplarlos: tienen que sobrevivir a la hipotermia, el vómito y el frío.

Quienes llegan a Ecuador han cruzado ese páramo. Marcos sabe, por ejemplo, de una familia que ha muerto de hipotermia allí. Son el padre, la madre, y sus bebés. Muertos en un abrazo. ¿Quién va a acusar recibo de esta denuncia? ¿Ante quién se denuncia, para empezar? ¿Vamos a seguir diciendo que vienen a quitarnos los trabajos cuando ni siquiera sabemos si van a llegar vivos? 

Del Páramo de Berlín llega también una muchacha que camina de Venezuela a Colombia con un embarazo de cuatro meses. Al avanzar a Ecuador y a punto de cruzar el control fronterizo en Rumichaca, las autoridades ecuatorianas no aceptan las pruebas de embarazo que trae y la envían a hacerse un eco. Ese eco, que puede hacerse por pura suerte porque ese día la puede ayudar Cruz Roja, indica que su bebé ha muerto una semana antes en su vientre por los efectos de la caminata y por el trauma que le ha significado ver morir a un hombre de hipotermia. Sí, porque decenas de personas mueren en el frío cuando van camino de Bucaramanga. 

Durante el tiempo del albergue, Marcos fue escucha de una narración colectiva que traían los caminantes a Peguche y que debería ser hoy testimonio suficiente para abrir los corredores para ellos. Cada cierre, cada abandono, cada requisito de los Estados venezolano, colombiano, ecuatoriano, peruano a los migrantes en los caminos, produce miles de muertes, pero nadie acepta la sobre esas vidas. Irse sin los hijos, sin la madre, sin la pareja, dejando al padre en agonía, no es irse por la propia voluntad. Llegar con los pies reventados, con la familia asesinada por la negación de una catástrofe humanitaria, no es irse sin más. Al mismo tiempo, la valentía para la huida y el coraje de pensar que se puede sobrevivir son, igualmente, innegables.

Hasta julio de este año, en Peguche no se habìa escuchado “nos vienen a quitar los trabajos” ni había cacerías xenófobas de migrantes como la que hubo en Ibarra en enero. “Nosotros tenemos poco, pero de lo que tenemos, de la cosecha, sacamos maicito para darles, lo que tengamos, porque da pena verles llegar así sin nada, con frío. Mañana podemos ser nosotros, ahora son estos señores, que por ser ajenos no son malos”, dice Fabiola, vecina de Santa Lucía, mientras arregla sus textiles en su casa-taller, en donde su familia trabaja con tres telares. Su esposo Luis relata que su primo ha vivido en Venezuela por décadas. “Yo no sé si está vivo, ojalá, pero siquiera unos seiscientos somos de Peguche allá, migramos bastante. Igual que nosotros fuimos allá, ahora ellos vienen acá, entonces sí les ayudamos. Los que volvieron de Venezuela volvieron con ahorros para comprarse una casita, tierra, entonces sí vale ayudarles”, dice Luis, con la claridad que no tienen gobiernos enteros. 

De cada diez personas que llegaban al albergue en Peguche, de siete a ocho eran hombres. Viajaban en grupos, se iban juntando o salían entre primos, hermanos, vecinos y ya sabían de la casa que Marcos había abierto. En el trayecto, los caminantes pueden sufrir hasta cuatro asaltos que los dejan sin papeles, sin fotos de su familia, sin las cartas que les dan de despedida, sin el bucle de pelo, sin la estampita de bendición, sin las mantitas que llevan el olor de sus hijos. Necesitan toda la solidaridad del mundo para poder cruzar a pie cuatro países y no morir de soledad, frío, abandono, miedo, hambre o derrota. Las mujeres que caminan suelen cruzar son sus parejas o padres, pero esto no significa que se salven de probables violaciones, de explotación sexual, de abortos no deseados, de trata. En los caminos acecha también el narco, que les puede obligar a transportar lo que sea con la promesa de ayudarles a llegar, esto se sabe ya hace mucho en nuestros países. 

Rafael trabajaba con Marcos en el albergue. En abril, los acompañamos en el via crucis en las comunidades de Peguche: Arias Uko, Agato, Quinchuquí. “Aquí saben lo que es migrar, son sensibles a esta realidad, por eso nos entienden”, nos contaban. Llama la atención ver en una comunidad indígena kichwa hablante a un joven caribeño llegado de lejos con lo inenarrable del viaje todavía en el rostro. Ha vivido en el albergue, acaba de encontrar trabajo y está por comprarse un celular. Va a trabajar en casa de una familia de Peguche. En ese inenarrable se abre una posibilidad: Venezuela en Peguche, los niños pequeños repitiendo “cónchale” para aprender del otro, los encuentros a pesar de todo, la solidaridad. Hay vida después del Páramo de Berlín. Es inesperada y precaria. Existe. 

El cierre del albergue

En julio de este año, tres hombres fueron acusados del robo de un vehículo en Peguche. Son de origen nacional venezolano. Hasta ahí llegó la diferencia entre Ibarra y Peguche. Es cierto que no hubo un linchamiento irracional contra la población de Venezuela, pero sí se tomaron, inicialmente, medidas xenófobas: todos los “extranjeros” debían abandonar Peguche dentro de tres días. ¿Eso incluía a Marcos, su propio párroco? ¿Incluía a gente con una vida en la comunidad que no había cometido ningún crimen? ¿Cómo se puede decir de golpe y porrazo “se van todos”? Por supuesto, al irse todos los “extranjeros”, el crimen no va a desaparecer, porque no depende de la nacionalidad de nadie. Y cada vez, ante cada hecho, la compulsión securitista: expulsemos, actuemos con virulencia. El Consejo de Cabildos reconsideró la decisión apresurada de la medida xenófoba y ahora realizarán algo menos violento pero también de corte securitista: un desalojo selectivo a través de operativos. 

Cuando visitamos Peguche en abril, lo vimos como una posibilidad ejemplar de integración, colaboración y hospitalidad. Es una zona de enorme movimiento: mucha gente de allí ha migrado a Venezuela, Estados Unidos, Europa, viajan todo el tiempo por el comercio, comercializan sus textiles en todo Ecuadoe, han visto el mundo, y su comunidad se alimenta de esta cultura migrante. Al mismo tiempo, allá saben lo que es ser de otro lugar y ser discriminado. Al leer sobre las medidas que se tomaron en julio y los operativos que hoy preparan, vemos con pesar que Peguche deja de ser un ejemplo de integración, a menos que reviertan las medidas xenófobas que han tomado, a menos que las iniciativas como las que tuvo Marco vuelvan a despertar para mostrarnos que no todo el Ecuador vive dentro de la ignorancia xenófoba, que aún podemos ser sociedades solidarias, como la que Peguche nos mostraba el año pasado. 

Cristina Burneo Salazar

Pertenece al movimiento de mujeres de Ecuador. Es escritora, traductora y docente en la Universidad Andina Simón Bolívar. Desde 2013 escribe artículos de opinión, crónica y narrativas desde el feminismo y otras desobediencias.

Esta entrada tiene un comentario

  1. rikblauer

    Es cierto que da bastante tristeza ver a miles de venezolanos desolados y caminando sin rumbo fijo por las calles, carreras y páramos del país. Sín embargo la inmigración de venezolanos se ha vuelto masiva, sin control alguno y el Gobierno tampoco ha propuesto soluciones al respecto, algo que sí ha logrado controlar un poco Alemania con los sirios. En este país el colombiano cada vez tiene más difícil obtener empleo, muchas venezolanas se embarazan jóvenes y aposta para que sus hijos nazcan en Colombia (para obtener la nacionalidad colombiana por herencia), mucha gente prefiere darles comida y medicamentos antes que hacerlo con al anciano colombiano que vende envueltos en la esquina a 900$ pesos. Esa es la realidad del país. Muchísimos presumen que su país era ‘el vividero de América’ pero no sé dieron cuenta que aquello tan sólo era un espejismo…[…] Fue un sueño pasajero. Yo estuve en Venezuela en el año 2005 y en aquel tiempo las cosas ya marchaban mal; la única diferencia era que muchos venezolanos aún tenían la posibilidad de comprar dólares a un precio (dentro de lo que cabe), a un precio razonable. Después Cadive fue liquidado por el chavismo y años más tarde, empezó el mayor infierno llamado inflación. En el 2013 se produjo una crisis alarmante que desafío a la mayoría de los venezolanos: hundirse con los demás compatriotas y morir de hambre en Venezuela o salir del país. Después del 2014 muchos/as no tienen elección y se ven obligados a caminar entre desiertos, carreteras, páramos y con la incertidumbre si comerán o no al día siguiente

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