Mоя маленька ластівка “mi pequeña golondrina”

Svetlana Pozo Kovalchuk

Mоя маленькая ласточка, “mi pequeña golondrina”. Así solía llamarme la abuela Svetlana cuando nos encontrábamos con conocidos en las calles de Mykolaiv y se asombraban por mis grandes ojos color café, muy distintos a sus pequeños ojos verdes. Lo decía en ruso, porque la ciudad de Mykolaiv, al igual que muchas ciudades del sur de Ucrania, eran rusoparlantes en la época de la Unión Soviética. Hoy, mi madre me llama ластівка (en ucraniano), como forma de resistencia y honor a su país en llamas.

La abuela me llamaba su golondrina no sólo por cariño, sino porque sabía que, como ellas, estábamos de paso. Llegaría el momento en que migraríamos al sur.

“Un año, máximo”, nos dijo mamá cuando llegamos a casa de los abuelos. “Un año con los abuelos y volvemos a Ecuador”. Un año se hicieron dos, luego cuatro y luego, sin darme cuenta, yo estaba acabando la escuela primaria en Ucrania.

No era la primera vez que vivía con los abuelos. La abuela Sveta me había llevado con ella a Mykolaiv recién nacida, luego de que mi madre le dijo que le era imposible rendir sus exámenes de grado y ocuparse de una bebé al mismo tiempo, y que por eso pensaba dejar la universidad. La respuesta de la abuela fue un categórico NO. “Tú ocúpate de terminar tu carrera y yo me ocupo de la niña”. Y así, con sólo semanas de nacida, salí de la residencia estudiantil en Kyiv rumbo a Mykolaiv.

Así eran los abuelos ucranianos, siempre dispuestos a ayudar en lo que fuese necesario. Siempre presentes a pesar de las distancias, que fueron muchas y largas. Nunca imaginaron que la primera separación de su hija, mi madre, para que fuera a estudiar a la Universidad en Kyiv iba a ser la primera de muchas.

Mis padres se conocieron en la Universidad de Kyiv. Mi padre fue parte de los grupos de estudiantes ecuatorianos que viajaron a la entonces URSS con becas para estudiar carreras técnicas en la década de 1970. En esa época no se sabía mucho de las condiciones ni de la situación de la URSS, sin embargo, la naturaleza de las carreras y los beneficios que incluían las becas llamaron la atención de miles de jóvenes ecuatorianos de familias de bajos y medianos recursos. En el caso de mi padre, la posibilidad de viajar a la URSS para poder estudiar cualquier otra cosa que no fuera Leyes, como quería su padre, fue decisivo. A escondidas, hizo los trámites necesarios, aplicó al programa y logró sacar una de las becas para estudiar ingeniería aeronáutica en la Universidad de Kyiv. Meses después, junto con otros latinoamericanos, estaba desempacando su maleta en una de las tantas residencias estudiantiles de varones de la universidad.

Los primeros meses fueron de estudio intensivo del idioma y materias iniciales del programa de ingeniería. “Los maestros eran despiadados”, nos contaba siempre mi papá riéndose, pero agradecido, porque fue allí donde adquirió verdaderos hábitos de estudio y administración del tiempo. Es algo que yo también puedo corroborar: mis primeros años escolares en la URSS también me dejaron habilidades organizacionales y de autogestión que fueron determinantes para el resto de mi vida académica y profesional. Volviendo a mis padres, no todo era estudio, como ellos mismos cuentan. Las reuniones sociales y los viajes durante los recesos académicos les dieron la oportunidad de encontrarse, crear memorias y vínculos con estudiantes de diversos países. Ambos mantienen estrechas y fraternas relaciones con sus ex compañeros ucranianos, costarricenses, panameños, colombianos, ecuatorianos y peruanos, es una de las cosas que hace la migración estudiantil.

Fue en una de esas reuniones sociales donde se conocieron: una ucraniana y un ecuatoriano. Flechazo inmediato, siempre nos contaban ambos. Aunque ese inicio parecía el preámbulo de una historia idílica, la realidad fue mucho más compleja, ya que los estudiantes extranjeros eran bienvenidos y aceptados como tal, únicamente: estudiantes extranjeros que en algún momento volverían a sus países de origen. Los noviazgos serios o matrimonios con extranjeros no eran bien vistos. Tanto fue así, que mis abuelos ucranianos se enteraron del noviazgo de su hija ni más ni menos que por una visita de agentes de la KGB a su casa con la pregunta: “¿Estaban ustedes enterados de que su hija está saliendo con un extranjero?”. Fue la primera de muchas visitas de “rutina” que recibieron, cosa que no impidió a mis padres mantener su relación y formalizarla en su penúltimo año de universidad, cuando decidieron casarse.

Nací un 6 de septiembre de 1980 en un hospital de Mykolaiv. Semanas después, mis padres regresaban a terminar su último semestre de universidad en Kyiv y yo me quedaba con los abuelos. Meses después, estábamos embarcados los tres en un avión rumbo a Quito, Ecuador. Mi madre, en su infinito amor hacia mi padre, decidió dejar a su familia, su ciudad y su país para viajar a otro continente y enfrentarse a una cultura muy distinta a la suya.

En Quito, vivimos en una propiedad de mi abuelo paterno en el sur, cerca de Chillogallo. Como para todo recién graduado de la universidad, ingresar al mercado laboral es difícil, no se diga para un chico de una universidad soviética con una carrera técnica aeronáutica. Las plazas en la industria de la aviación eran limitadas y se requería experiencia previa en campo. De mi madre, ni hablar: mujer, extranjera, con una bebé de meses y un limitado conocimiento del español. Durante los años siguientes, esa joven familia que éramos intentó mantenerse a flote en trabajos temporales: mi papá como mecánico y mi madre como profesora de ruso y deportes.

Fueron años sumamente complicados para ambos, pero más para mi madre. Extranjera y sola con dos niños (mi hermano menor nació en 1985), sin apoyo de su familia política, en un país completamente distinto al suyo, lejos de su familia y con un esposo que, en su desilusión por no haber logrado triunfar aún en su campo profesional, se volcó a la bebida.

El despido intempestivo de mi padre de su último trabajo agravó la crisis económica y matrimonial por la que estaban pasando y empujó a mi madre a retornar a Ucrania con sus hijos. Esto, de alguna forma, sacudió a mi padre, haciéndolo reaccionar ante la posibilidad de perder a su familia. Luego de muchas discusiones, ambos llegaron al acuerdo de dejarnos con mis abuelos en Ucrania por un año, hasta poder estabilizarse laboral, económica y emocionalmente. Fue ese año el que se extendió a varios, ya que mi abuela Sveta consideró pertinente que al menos uno de nosotros terminase la primaria.

Ni mi hermano ni yo les reprochamos nunca esa decisión, ya que fueron los años más felices y estables de nuestras vidas. Mis abuelos y bisabuelos ucranianos fueron modelos de amor y entrega desinteresada, nos formaron cultivando en mi hermano y en mí el amor y el respeto a todo tipo de diferencias. Recuerdo a la abuela Svetlana, química nuclear, siempre con un libro en la mano, siempre autodidacta, siempre aprendiendo. El abuelo Sascha, ingeniero mecánico, trabajando en una fábrica y en su taller para hacer dinero extra. La bisabuela Shura con sus historias de Holodomor, guerra y resiliencia, con sus manos mágicas cocinando manjares exquisitos.

Fueron esos recuerdos los que nos ayudaron a sobrellevar a mi hermano y a mí las peleas del divorcio de nuestros padres, las burlas y la discriminación en el colegio por no hablar bien el español y por la discapacidad de mi hermano (Asperger y epilepsia). Y siempre ahí el dolor de sabernos lejos de quienes más queríamos: los abuelos.

Ni mi madre ni su sangre ucraniana, luchadora, imparable, jamás se dejaron vencer. Ni por el abandono del que fue su esposo, ni por las crisis, ni por las dificultades. Se adaptó a este país tan distinto al suyo y lo lleva en el corazón, a pesar de haber migrado de nuevo a Europa hace algunos años. Nos crió muy ucranianos, comiendo solyanka y varenikis, luchadores y determinados. Pero también somos muy ecuatorianos: alegres y trabajadores, si esa división tan exacta es posible. Sobre todo, somos muy respetuosos del otro. Mi mamá siempre creyó que la humanidad debería ser más fuerte que las fronteras. Que la solidaridad une lo que la política divide. Y que todos hemos sido, somos o seremos alguna vez “pequeñas golondrinas”.