Cristina Burneo Salazar
Salir a buscar trabajo. Echar los seguros a la caja de herramientas. El rodillo, endurecido por las costras que forma la pintura entre espera y espera. Disponerse. En el calor debilitante del verano. En la lluvia, a sol y a sombra. Esperar. Muchas veces sin volver a casa: el transporte es caro, se pierde el turno, ya para qué. Una silla de lona sustituye a la cama.
Por la mañana, puede ser que alguien te recoja en la esquina y te lleve a reparar una tubería, quitarle la humedad a esa pared, pintar. Puede ser que no. En la Av. de los Granados, al norte de Quito, en Ecuador, día tras día, decenas de trabajadores se apoyaban en un muro cuando yo era adolescente. Esperar. Se gana lo que se trabaja. Sin certidumbre. Sin un segundo de tiempo pagado.
Mientras esos trabajadores hacían de la espera esperanza en Quito, en esos mismos años, en Seattle, Nirvana, Soundgarden, Alice in Chains y Pearl Jam tocaban en los bares donde explotaría el sonido del grunge. Hoy, Seattle está llena de huellas de esa época. Está, por ejemplo, la banca-altar del Viretta Park, cerca de la casa de Kurt Cobain y de donde fue hallado tras su suicidio –Nirvana se formó en Aberdeen, a dos horas de Seattle–. Eddie Vedder y su banda viven en Seattle. En sus últimos conciertos, han tomado la causa de solidaridad con las personas sin techo de la ciudad.
Esta es otra imagen de Seattle: en cada cuadra, dos, tres cuatro personas desprotegidas. Entre la gentrificación, los costos imposibles de vivienda y la exclusión, hay más de 13 mil personas viviendo en carpas o bajo puentes. Hay juventud sin techo o usuarixs de sustancias mayores de 60 años en cada esquina, luchando. Seattle se ve a sí misma como una de las ciudades más progresistas de Estados Unidos, y a la vez, como una de las más blancas.
En un momento dado, la ciudad expulsó a los pueblos nativo-americanos; los japoneses fueron recluidos allí durante la Segunda Guerra Mundial y se segregó a la población negra en el Distrito Central. Jimi Hendrix nació en Seattle y se fue de allí por racismo, al ser perfilado una vez tras otra. Hoy, las luchas de las primeras naciones, la chicanidad y la fuerza acumulada por Black Lives Matter se pueden percibir nítidamente.
Hay 29 tribus reconocidas federalmente en el estado de Washington. De hecho, el nombre de Seattle procede de Si’ahl, jefe de los pueblos Suquamish y Duwamish. Son tierras Duwamish las que conforman la zona metropolitana. En actos públicos, esto se reconoce cada vez. Sin embargo, la tierra aparece aún como propiedad mayormente blanca a los ojos de quienes intentamos comprender esta interculturalidad.
En el puerto, muchos trabajadores del salmón son migrantes. La imagen del pescador blanco y fornido se ve mixturada por otros cuerpos. El salmón era pieza de trueque para muchas primeras naciones y alimento sagrado de sus ritualidades. Más tarde, hacia 1930, fueron los alaskeros, trabajadores estacionales filipinos de las conserveras en Alaska, quienes formaron los primeros sindicatos salmoneros del estado de Washington.
En esta ciudad considerada cuna del grunge, bañada por aguas, tan verde como costosa, cientos de trabajadorxs migrantes del día han ido haciendo comunidad en Casa Latina, un espacio comunitario, centro de trabajo y de promoción de derechos y escuela migrante de formación.
Desde Ecuador, Seattle se ve como una lejana punta a donde las migraciones difícilmente llegarían. Pero llegan, claro que llegan. Visitar ese centro es ver la migración consolidada, sin caminos de rosas, pero establecida como un modo de habitar el mundo entre mundos.
La Casa empezó en un tráiler en 1994, en un lote de terreno. Afuera, la gente que buscaba trabajo diario se disponía para ser recogida por posibles clientes. Día a día, plomería, electricidad, pintura. Así se fueron organizando.
En 2007, ya tenían una sede. Hoy, Casa Latina es una organización que promueve el poder y bienestar de las comunidades migrantes de las Américas a través de empleo, educación y, muy importante, organización comunitaria. Sus valores se sitúan en la justicia social, ninguna forma de discriminación –género, identidad sexual, origen nacional, lengua, etnia– y la solidaridad. Afirman como fundamento: la comunidad latina participa plenamente de la economía y la democracia de Estados Unidos, y por tanto merece plenos derechos.
Desde entonces, las personas trabajadoras, en su mayoría maestras en varios oficios, pueden contar con su casa, a la cual se afilian como miembros. La espera por trabajo es nutrida con café, clases, construcción cotidiana de comunidad, lejos de la vacía espera a la que el estado somete a quienes anhelan un papel, una green card, algo en el correo. Todo el mundo puede especializarse en sus oficios propios o en otros nuevos. Actualmente, Casa Latina cuenta con 500 miembros, solo en 2022 integró a 120 personas. Ahora hay una cocina, actividades permanentes y también un relevante diálogo transnacional e intercultural que lee las Américas en sus movimientos, flujos y realidades compartidas.
Gracias al encuentro que planifica Michelle Habell-Palán, académica chicana de la Universidad de Washington, pude ser recibida por el grupo. Hay café, sillas y mucha organización comunitaria.
“Yo soy de El Salvador. Aquí trabajo. Nuestros gobiernos no entienden por qué nos vamos, por qué tenemos que venir. Eso es compartido por muchos países.”
“I am from Ecuador. Mi family is in New York, I live here.” Sí, una de las lenguas transnacionales de Ecuador es el inglés. Veo en ese joven organizador comunitario con un súper corte de cabello amarillo una larga historia de saberes migrantes, cruces de fronteras y memoria.
Si no son llamadas a trabajar, las personas pueden subir desde el centro de trabajo a las clases, y tomar inglés; perfeccionar sus oficios y obtener certificados por cada curso; aprender sobre la moneda y las culturas de Estados Unidos. En la escuela, en el segundo piso, continúan las luchas, también desde la formación transformadora, los derechos lingüísticos y el intercambio de saberes.
Es excepcional dialogar en el mismo espacio con personas que han atravesado los caminos del continente desde El Salvador, Guatemala o Colombia. Tan duros como pueden ser esos trayectos, muchas veces casi imposibles, a la vez dibujan una comprensión amplia de lo que la justicia debe ser hoy: pluralidad de pertenencias, familias reunidas a pesar de las fronteras, derechos laborales transnacionales, jubilaciones binacionales para poder retornar, papeles de trabajo acordes a la itinerancia, cesación de la violencia fronteriza y la muerte que producen sus controles. La justicia migrante también es la celebración bien ganada de llegar con vida a Estados Unidos y mantener viva la memoria de quienes no lo lograron.
En Casa Latina opera también Mujeres sin Fronteras, programa de fortalecimiento dirigido a trabajadoras del hogar. Toman la palabra Silvia González y Elvia Cortés: “Cuando empezábamos a organizarnos, notamos que las mujeres se callaban el español. Sí. Las mujeres se callaban el español. Por eso, empezamos a luchar también por la justicia lingüística, por el español y también por las lenguas indígenas que hablamos. Nosotras vinimos aquí por un sueño para nuestras hijas, nuestros hijos. No tuvimos nunca el tiempo de trabajar ni de estudiar. Muchas somos madres transnacionales. Y aquí estamos.”
Las trabajadoras del hogar de Seattle, migrantes y provenientes de las Américas en su mayoría, presentaron en años pasados una propuesta de ley para alcanzar nuevos derechos laborales, como tiempo libre pagado, tiempo de enfermedad remunerado, amparo contra el acoso sexual y la discriminación. En julio del 2018, Seattle aprobó la primera Carta de Derechos para Trabajadoras de Hogar. Este es un hito para las mujeres migrantes en todos lados, que son quienes sostienen con sus cuerpos las cadenas globales de cuidado que se encargan de la niñez, las personas ancianas, los hogares.
Como suele suceder en otros ámbitos, las mujeres migrantes han construido justicia para todas las trabajadoras del hogar, sean de Estados Unidos o de donde vengan, y esta lucha se ha hecho extensiva a trabajadorxs de plataformas y otros trabajos esenciales sin embargo mal remunerados y atravesados por la explotación.
Las trabajadoras del hogar están sujetas a retención de documentos, pagos bajo el ingreso mínimo o robo de salarios. Como lo explican Ana Torres y Paola Ochoa, promotoras de derechos laborales de Casa Latina: la lucha de Seattle se amplió a todo el país. En lugares donde se construye justicia migrante, el status migratorio de la persona trabajadora ya no puede ser usado en su contra. Son hitos laborales e históricos logrados desde la migración por personas migrantes.
La dignidad de esta comunidad, sus múltiples formas de organizarse, la claridad de sus valores, forman una nación dentro de otra: transnacional, con todas las variantes del español, donde el mixteco se cruza con el inglés. El orgullo en sus ojos al mostrar cómo la migración transforma la realidad cuando es ejercida como un derecho y una realidad da mucho aliento. Ese tráiler desde donde se organizaba el trabajo migrante por día hace 29 años es hoy un verdadero movimiento celebratorio de resistencia: cruzamos fronteras, llegamos, vivimos, y vamos a transformar tu vida y la nuestra.
Aquí sólo algunos de los logros de las luchas migrantes llevadas desde Casa Latina en 2022:
- El Comité de Defensa de los Trabajadores ayudó a recuperar más de 83 mil dólares en salarios robados y apoyó 98 casos de robo de salarios.
- Mujeres sin Fronteras impartió 45 talleres organizados para su comunidad, de más de 80 socias.
- Hicieron 37 seminarios web sobre derechos de las personas trabajadoras en Facebook Live en español.
- Hubo 18 talleres de capacitación laboral
Y nada menos que esto: las promotoras de la Carta de Derechos de las Trabajadoras del Hogar mantuvieron 786 conversaciones con miembros de la comunidad sobre sus derechos. Organizarse produce justicia, no queda ninguna duda al tener el privilegio de escucharlas.
Aprender de estas experiencias, poner un pie en Casa Latina, es constatar la fuerza de las migraciones, que proponen una forma radicalmente distinta de organizar el mundo: muchas pertenencias, muchas lenguas, muchos orígenes, amalgamados para hacer florecer comunidades que los lords de las fronteras no pueden ni empezar a imaginar, pero que ya existen y sólo seguirán creciendo.
Entre las vivas reivindicaciones de las primeras naciones, las huellas del grunge, la pesca y el puerto, vidas venidas de lejos siguen transformando a Seattle. Son de Guatemala, Perú, El Salvador, Colombia o Ecuador. Comparten la lluvia de la ciudad con memorias de sus propios aguaceros, allá en la tierra. Es un honor narrarlas: traen el mañana.