Dormimos en Sanderson porque Marfa es muy caro. Es un error afortunado pensar que están muy cerca, llegamos a un lugar que no consta en muchos mapas pero que dice mucho de Texas. Su restaurante más conocido se enorgullece de sus meseras, que atienden día a día con sus armas cargadas en el cinto. Hay una enorme ferretería que dobla como galería de artesanías: flores de metal de la región, un enorme Don Quijote de tres metros hecho en el mismo material, cerámica mexicana, baterías, destornilladores, acumulación de objetos-culturas-procedencias-mundos. Gracias al error de cálculo para parar esa noche, terminamos en Desert Air Motel, un alojamiento intacto de inicios de 1960. No han cambiado sus azulejos rosa, su escritorio ni las puertas. Para comer, tenemos la gasolinera de enfrente. En la noche, vamos a buscar hot dogs y jalapeños apanados, además de chucherías y chips para llenarnos. La gasolinera de uno de los lugares de encuentro. Aquí el diálogo (traducido del inglés) entre el encargado y uno de sus clientes, un hombre blanco de unos 200 kilos:
-¿Y cómo vas a hacer ahora?
-Ya no puedo trabajar por mi peso. Solo me queda el tráiler. Y si no me llega el cheque de desempleo, no voy a poder vivir. No hay albergues y mi familia no me va a ayudar.
No es la barra de un bar, sino la caja de una gasolinera. El hombre se ve en malas condiciones, a juzgar por su ropa y sus agujeros, la debilidad de su voz. En la Texas rural y profunda, ¿cómo podría alguien en esas condiciones celebrar la migración, bienvenir, acoger? La miseria que crea la acumulación de riqueza en un estado petrolero es una fuente de odio racista. Los conflictos serán entre vulnerables, nos dicen. No habrá oportunidades, aunque vivas en uno de los estados más ricos. Cerca de ese oscuro pozo, tu tráiler. Ahora, llega un grupo joven, de unos 22 años. Una de ellas va a comprar cocteles en lata. Su amigo: «compra por lo menos ocho para resistir la noche de viernes en este maldito pueblo.»