En el contexto covid-19, la lucha por la vida de la población venezolana
Aparecieron de pronto por un flanco de la avenida arrastrando dos maletas desvencijadas y llenas de polvo, cada uno con un niño de la mano. Tras pasar por un proceso de “desinfección” con pulverizadores con detergente e intercambiar algunas frases con compañeros que llevaban días en el lugar, preguntaron dónde podían instalarse. Varias personas les señalaron distintos puntos, y finalmente decidieron irse al otro lado de la calle, en un lugar que les permitía tener una visión de conjunto sobre el campamento y la gente, pero también descansar algo alejados de la zona en donde había más bullicio.
Mientras hablaba con otras personas y recogía datos sobre lugares recorridos y composición del grupo, los vi construir su pequeño espacio contra una pared y bajo un escaparate vacío que reflejaba sus cuerpos rotos por el cansancio con unos movimientos extrañamente metódicos; eso me hizo pensar que los mismos gestos se habían repetido demasiadas veces a lo largo de los últimos días, quizás desde hacía meses. Como si las maletas pudieran emular el perímetro de un hogar, como si la manta infantil que acababan de sacar de uno de los bultos y que estiraban pulcramente sobre el piso pudiera sostenerles varios metros por encima del suelo, los cuatro se sentaron y empezaron a recibir, agradecidos, agua y comida que les llegaba desde el otro lado de la calle.
Venían de Guayaquil, a pie, y esa no era la primera vez en su vida que se veían forzados a atravesar varios países de la región, de norte a sur y de sur a norte, junto a sus hijos de 5 y 12 años.
Hace cuatro años, varios millones de personas procedentes de Venezuela se mueven permanentemente por ese corredor del sur que han devenido los países andinos y que se expande hacia Chile, Argentina y Uruguay. Desde hace años el tránsito migratorio venezolano es motivo de noticias de todo tipo que se reproducen en cualquier país del mundo, de millones de dólares vertidos en ayudas de emergencia por organizaciones internacionales, de medidas gubernamentales para frenarlos y contenerlos, de rechazos sociales y controversias políticas que han ido creando a su paso innumerables crisis humanitarias. Todo ese proceso esquizofrénico ha generado una multiplicidad de formas de violencia física y simbólica que se han aplicado con sistematicidad sobre una población que, como diría Zygmunt Bauman, ha venido a engrosar las filas de tantos otros desechables.
Curiosamente, nada de todo eso ha impedido que la migración siga su curso y se vaya adaptando a las coyunturas, los cierres abruptos, los trayectos inseguros, los lucros más insensibles o las violencias más atroces. Desde hace décadas los corredores migratorios que ligan los países de América del Sur y Central con México y Estados Unidos nos han enseñado que el tránsito se mueve bajo unas reglas de funcionamiento propias, que se cimentan sobre pilares tan robustos e imparables como el hambre y la supervivencia.
El tránsito, por lo tanto, no puede pensarse, como usualmente hacemos, como ese momento intermedio entre dos puntos distantes en el que simplemente se produce un desplazamiento. El tránsito es, en sí mismo, una forma concreta de migrar ligada de forma determinante a una pertenencia de clase, y desde ahí, a la generación espontánea de canales informales, de apertura de ventanas de oportunidad, de formas de solidaridad y de redes que se entretejen y se construyen desde abajo y desde la experiencia de aquellos otros que caminaron antes. Ese tránsito se ha transformado, además, en un escenario concreto de securitización migratoria y de explotación laboral salvaje, en una suerte de nomadismo permanente para cientos de miles de individuos y familias, incapaces de sostenerse durante largo tiempo en la precariedad que les imponen los lugares en los que ensayan, una y otra vez, la reconstrucción de sus vidas.
Hoy, frente a la embajada de Venezuela en Quito, y en medio del campamento improvisado que desde hace unos 15 días se levanta ante sus puertas, oyendo algunos relatos verdaderamente desgarradores, se percibía con claridad todo ese complejo entramado de movilidades superpuestas a golpe de proyectos truncados que ha caracterizado al último periodo de la migración venezolana en América del Sur, desde 2015 hasta hoy. La salida y llegada constante de personas en ese nuevo espacio de espera temporal en el que se han transformado las puertas de la embajada, es también el reflejo de un Estado que los invisibilizó durante los primeros años de migración masiva, y que desde hace un par de semanas ha anunciado a bombo y platillo –aprovechando la situación extrema generada por la emergencia sanitaria del covid-19– el flete de unos vuelos de repatriación a Venezuela que, por el momento, suenan más a acto publicitario que a una realidad constatable que pueda beneficiar a todos aquellos que desean volver.
Frente a esto, resalta en los discursos el convencimiento de que dichos vuelos no se van a dar o que, si se están dando, van a estar mediados por procesos de pago bajo cuerda. No hay resentimiento o sorpresa, solo cansancio y sentido de la practicidad; muchos de ellos vienen a pie desde Lima, algunos desde ciudades ecuatorianas como Guayaquil y Cuenca, es decir, tienen cientos de kilómetros a las espaldas, y por el camino han vivido situaciones de auténtica pesadilla.
En el grupo hay al menos 25 niños, niñas y adolescentes, siete personas de edad avanzada, seis mujeres embarazadas, y otras seis personas con distintos problemas de salud. El tránsito a pie hacia la frontera norte Ecuador-Colombia y, de nuevo, el cruce invertido del puente de Rumichaca que tanto les costó cruzar a la ida, no es posible para muchos de ellos. De ahí que, en vez de aviones, pidan que pueda abrirse un corredor humanitario terrestre que implique la cooperación entre los tres Estados (Venezuela, Ecuador y Colombia), por medio de autobuses que los lleven de vuelta desde Quito a la ciudad fronteriza ecuatoriana de Tulcán, y desde allí, hacia la ciudad de Cúcuta, en la frontera colombo-venezolana.
Esa idea atraviesa al grupo sin resquicios, pocos quieren saber de la propuesta adelantada por las organizaciones internacionales, el Estado ecuatoriano o la misma embajada venezolana de darles cobijo en albergues dentro de la ciudad, lo que supondría para ellos volver a una situación de dependencia pero, sobre todo, verse constreñidos a la inmovilidad. La desconfianza que sienten ante esta propuesta que sustituye de golpe la solución de los vuelos, junto a la situación de calle, la crisis económica descorazonadora por la que pasa Ecuador o el miedo al contagio sin acceso ninguno a sanidad, lleva a muchos de los que llegan a aguantar apenas un par de días frente a la embajada, descansar, comer, tomar fuerza gracias a las constantes muestras de solidaridad y ayuda que reciben de ecuatorianos y venezolanos arraigados en la ciudad, y retomar el camino a pie.
Antes de que se organizara el campamento en la Avenida Amazonas, antes del anuncio de los vuelos humanitarios por parte del gobierno venezolano, ya se observaba esa nueva vuelta de tuerca que está suponiendo la migración de retorno por vía terrestre hacia una Venezuela que ya les había expulsado meses o años antes1. Un camino improvisado, lleno de incertidumbre y escollos, apoyado exclusivamente en la fuerza de sus cuerpos, en el que muchos están perdiendo la vida en atropellos en la vía por coches y camiones2. En ese errar perpetuo fuimos testigos también hace pocas semanas de cómo la concentración de algunos cientos de personas que habían llegado a Rumichaca desde distintos países andinos acabó siendo repelida por la fuerza policial colombiana en el mismo puente, sin importar la gran cantidad de niños y niñas que se encontraban en ese momento intentando cruzar el paso fronterizo3.
Si las fronteras continúan cerradas por la pandemia, esta llegada incesante de personas puede suponer fácilmente una nueva crisis humanitaria; pero también, y como viene siendo moneda de uso corriente, la conformación de corredores informales extremadamente inseguros en los que participan actores estatales y no estatales, facilitando la vuelta a través de las famosas trochas o pasos informales. Curiosamente, estos pasos fronterizos parecen ser mucho más permeables en las salidas de los países que en las entradas. Los testimonios son claros en ese sentido con respecto a aquellos que llegan de Perú, y la actuación de las fuerzas de seguridad de dicho país, permitiendo las salidas bajo cobro. Más preocupantes resultan, sin embargo, los relatos con respecto al ingreso en Colombia, pues aquellos que llegaron antes, reportan a sus compañeros o familiares varados en la embajada, que varios grupos armados – incluyendo disidencias de FARC- habrían entrado en competencia en esa zona porosa colombo-ecuatoriana por controlar el paso de migrantes.
1 Las organizaciones no gubernamentales estiman que al menos 30.000 venezolanos/as habrían podido iniciar el tortuoso proceso de vuelta a pie desde Perú hacia Venezuela en las últimas semanas. Este mismo fenómeno está ocurriendo de forma paralela en Ecuador y en Colombia.
2 Noticia de BBC Mundo aquí: https://tinyurl.com/y7wvxm5v
3 Noticia de EFE: https://www.efe.com/efe/america/sociedad/la-policia-colombiana-reprime-a-decenas-de-venezolanos-que-querian-cruzar-frontera-desde-ecuador/20000013-4235810
Ya es mediodía. Mientras salimos del campamento, no puedo evitar que me venga a la cabeza la imagen de un pinball, ese conocido juego juvenil de salón en el que una bola metalizada impulsada por dos resortes recorre una y otra vez un tablero, chocando de forma estridente contra diversos elementos que le proporcionan puntos al jugador. El juego termina cuando la bola acaba deslizándose por varios canales que conducen a lugares que no se pueden ver (dos laterales y uno central) a los cuales los dos resortes son incapaces de llegar. En este juego que construyo mentalmente, el jugador no son los migrantes, son esas bolas metalizadas que chocan permanentemente contra postes y barreras saliendo disparados permanentemente por el accionar de los resortes, que bien pudieran representar a los Estados. También, a diferencia del juego, cuando la bola se escapa por alguno de los tres corredores invisibles, el juego no termina, es parte del mecanismo, que abre recorridos impredecibles.
Fotografías: David Gustaffson – Juan Diego Montenegro – Josep Vecino | Germinal Media