La prisión y sus metáforas: Colonialidad, género y poderes punitivos
Corredores Migratorios pertenece a Alianza contra las Prisiones. Al cumplirse un año de nuestra articulación, donde se cuentan colectivos, organizaciones y personas que luchan contra el modelo social carcelario, queremos recuperar este foro, uno de los varios que llevamos en la Alianza, para aportar con problemas y alternativas a la prisión.
Lucía Pérez Martínez
Sistematización
Silvana Tapia, investigadora, estudios sociojurídicos y feminismo abolicionista
Emilio Salao Sterckx, psicólogo clínico
Cristina Burneo Salazar, escritora, estudios culturales y feministas
Este diálogo permite dimensionar los límites y contradicciones de la cárcel para generar justicia y reparación, los que en principio serían su razón de ser. Al contrario de esto, queremos evidenciar que, desde su concepción y en cada una de sus expresiones, ni esta institución ni el aparato penal en términos generales posibilitan la justicia, más bien, reproducen y perpetúan la violencia.
A la vez, queremos visibilizar la diversidad de actores involucrados en los sistemas punitivos: personas privadas de libertad, las víctimas/sobrevivientes, los familiares de ambxs, el Estado y su aparato represivo, y la sociedad en su conjunto, en cuyas relaciones se juega la posibilidad de la justicia. Así mismo, convocamos a pensar cómo el aparato penal se extiende más allá de las prisiones y tiene una dimensión simbólica/discursiva/narrativa que se posa en cuerpos racializados, empobrecidos y en movilidad – migrantes.
Como todo discurso, el punitivo tiene un propósito: el de colonizar los cuerpos “indeseables” de la sociedad, entre ellos aquellos que encarnan lo “otro”, como aquellos de las personas migrantes, pero también “los locos” (en tanto otro radical), o las personas de las disidencias sexo-genéricas, así como la población empobrecida y marginalizada, asimilándolos a la figura del “criminal” para con ello no solo “ajusticiar”, sino –y sobretodo– apuntalar proyectos nacionalistas disciplinadores.
Paradójicamente, y a decir de Silvana, sin ser su propósito también los discursos de derechos humanos pueden empujar a la penalización y punición de parte del Estado, pues encuentran en la cárcel la única forma de hacer justicia. Es tan poderosa esta asociación que se ha convertido en sentido común, frente al cual nos cuesta imaginar otras alternativas no punitivas. Así, por ejemplo, es muy común actualmente que los discursos que abordan la violencia de género lo hagan desde la criminalidad, mientras existen otras perspectivas: socioeconómicas, del cuidado, justicia feminista, entre otros.
En ese sentido, el trabajo realizado por Silvana muestra que el aparato legal/punitivo no cambia la situación de la violencia de género y tampoco responde a las necesidades de sus sobrevivientes ni de los deudos. La mayoría de mujeres que denuncian violencia machista realmente buscan protección y asistencia social más que el castigo penal para sus victimarios. Sin embargo, el sistema penal se centra en esto último, y omite por completo lo prioritario: cuidar la vida y la integridad de las mujeres. Así mismo, el proceso de denuncia puede ser muy re-victimizante para mujeres sobrevivientes.
Además, existe una falsa idea de que el aparato legal es benigno siempre y cuando se respeten los derechos humanos y el debido proceso, sin embargo el análisis hecho por Silvana muestra que el problema está en la estructura misma de este aparato legal liberal que desplaza el pluralismo jurídico y descarta otras formas de justicia como posibilidad concreta.
Por su parte, Emilio, desde una perspectiva clínica, muestra cómo el aislamiento –en tanto dispositivo primordial de la concepción liberal de la justicia– en lugar de la inclusión de las personas privadas de libertad, impide la subjetivación de la violencia. Adicionalmente, la violencia de la institución en cuanto castigo no permite que el sujeto se haga responsable de las propias violencias que ejerce, sino que ocasiona que éstas se encarnen y se repitan, sin procesarse. De este modo, los sujetos privados de libertad no logran, en el contexto penitenciario, simbolizar la violencia ejercida y vivida. La prisión no resuelve las violencias, sino que las instala.
Un punto clave del análisis desde la clínica alude a la necesaria transición entre la cárcel y la “vida civil”, con el objeto de evitar que los encuentros/desencuentros con los otros se tornen en choques. La clínica como mediadora o como espacio de transición (en palabras de Winnicott) facilitaría una simbolización/elaboración que permita a su vez la integración de los sujetos privados de libertad en la sociedad bajo condición de reconocer el agravio cometido y las huellas que este deja. A decir de Emilio, lo transicional siempre es vincular y, por tanto, lejos de la lógica liberal de la prisión mencionada anteriormente, debe pensarse en colectivo, al tiempo que debe dársele un lugar a la particularidad del “caso por caso”.
De otro lado, Cristina nos muestra cómo opera la criminalización de las migraciones. En tanto la movilidad es concebida como contraria al discurso sedentario de la nación, el “extranjero” aparece habitualmente como sospechoso frente a los “ciudadanos”. Estas concepciones se palpan por ejemplo en el hecho de que el sistema penitenciario en Estados Unidos, principal e histórico destino de las personas migrantes ecuatorianas, se orienta a las poblaciones en movilidad más empobrecidas y racializadas, y afecta mayormente a las mujeres. En las cárceles de ese país, privadas y administradas como un negocio más, hay 42 mil personas hispanas, mientras que 39 mil migrantes se encuentran en centros de detención (operados con las mismas lógicas de la cárcel e incluso administrados por las mismas empresas). Así mismo, al menos 3.600 niñas y niños migrantes han sido aprehendidxs y viven sin sus familias.
La estrategia que se usó en los años 90 en la conocida “lucha contra las drogas” llevada adelante por los Estados Unidos y que llenó las cárceles de personas marginadas, se ha hecho extensiva actualmente a las personas migrantes a través de la asimilación de la movilidad con el tráfico de drogas. Si bien cuerpos y mercancías comparten rutas, no constituyen el mismo fenómeno. El imaginario espectacularizado de las rutas de la droga y el espectáculo de la frontera posibilitan la privación de libertad de las personas en movimiento sin cuestionamiento social alguno.
Otra cara oscura del sistema punitivo estadounidense se observa en la maquinaria de deportación, que una vez que ha criminalizado y privado de libertad a migrantes, la gran mayoría de veces por faltas menores o sin haber cometido falta alguna, encuentra la razón idónea para expulsarlos. Muchas de las personas migrantes detenidas y “deportables” deben defenderse desde la cárcel, en lugar de hacerlo en libertad.
Descentrar el discurso de las prisiones y del sistema penitenciario en sentido amplio hacia otras entradas y colocar la mirada en otros sujetos que no sean el estereotipado “varón criminal” devela los límites de esta institución, no solo para mantener un imaginado “orden social” asociado a la seguridad, sino para hacer justicia, para reparar a las víctimas y para “re-habilitar” a los “infractores”.
El debate abre una serie de cuestiones: la principal alude a cómo construir otras formas de justicia, para lo cual valdría tener como referencia a instituciones de otras culturas, como el caso de la justicia indígena en Los Andes. En ese mismo sentido, la pregunta es cómo abordar el tema de la impunidad, más aún en contextos tan violentos, racistas, machistas y xenófobos como el nuestro. Un debate muy fructífero se abre entre los feminismos y el anti-penitenciarismo, donde se ubican tensiones, pero también una gran potencialidad de construcción de alternativas. En este camino y para poner un ejemplo, desde una perspectiva de género y feminista: se conoce cómo para las mujeres víctimas de violencia machista el ser oídas y tomadas en serio puede ser más reparador que la prisión para los victimarios, o cómo para mujeres migrantes que han huido de esta violencia machista, puede ser más reparador el hecho de que el Estado de destino les reconozca como asiladas.
Otro tema crucial que queda pendiente abordar a mayor profundidad, es pensar las causas estructurales de la desigualdad, en cuyo seno se producen y mantienen la violencia que legitima y sostiene al sistema penitenciario. Así, por ejemplo, Cristina menciona cómo movimientos antirracistas y abolicionistas como Black Lives Matter en Estados Unidos incluyen en sus consignas la reorientación del presupuesto destinado a la policía y a las cárceles, hacia la vivienda y la educación.
De otra parte, se abre el necesarísimo abordaje de la salud mental para víctimas y sobrevivientes, pero también para las personas privadas de libertad, dado además que la única sanación que en ocasiones brinda el Estado a estas personas es la sedación: es el caso de prisioneros y migrantes en cárceles y centros de detención respectivamente.
Lo compartido nos llama a desmontar las narrativas hegemónicas sobre la prisión, tan presentes en los medios de comunicación y entre los políticos, que conciben a los privados de libertad únicamente como “malos ciudadanos” que se disputan territorios usando la violencia más cruenta. En muchas ocasiones, estas personas son las más empobrecidas y excluidas de nuestras sociedades, y último eslabón de los aparatos mafiosos de los que tanto se habla.