La catedral dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe en el centro de Ciudad Juárez es un lugar de concentración de personas migrantes. Allí encontramos a Noemí.
«Tengo 49 años, aquí donde me ve crucé el continente, hasta el Darién me lo caminé con mi hijo. Él estaba en Chile, cruzó muchos países: Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador, Guatemala, México, y aquí estamos, esperando cruzar. En la selva no entra la luz, yo me imaginaba que estaba de camping para no enloquecer.»
Por las noches, hay acoso y violencia policial, nos cuenta el grupo que va con Noemí, en su mayoría, hombres jóvenes. También hay extorsión de los actores criminales si te quedas en la calle. La gente espera entre la catedral y el parque que está enfrente. Allí, conocemos a un hombre que casi ha perdido la cabeza. Sus dos pequeñas hijas, quizás de 6 y 7 años, llevan prendas de color rosa, el cabello bien trenzado y unas pequeñas mochilas de peluche. Las ha cuidado bien:
«En la frontera solo dejaron cruzar a mi esposa. Decidimos que ella se fuera al Paso porque alguien tenía que cruzar. Yo llevo aquí noche tras noche con mis niñas, a ellas no les dejaron irse con su madre. Nadie nos da esperanza, no tenemos saldo para el teléfono, no tenemos techo ni una fecha para cruzar. Mis hijas están viviendo conmigo en la calle.»
En ese mismo parque, hay dos pequeños signos de la violencia colosal que pesa sobre Juárez: el feminicidio. Ser mujer y ver a otras mujeres, caminar por la ciudad, recordar historias de cuerpos, es caminar sobre un campo de verdadera resistencia. Y en el parque, unas frases que nada harán. Alguna autoridad ha mandado a escribir en una placa de metal, ya gastada por el tiempo: «Todos los niños del mundo deben saber que a la mujer no se la toca ni con el pétalo de una rosa.» ¿Bastará no tocar? Al lado, un altar de cartuchos blancos de metal: «En homenaje a la mujer. Derecho a vivir.» Y al lado de esos memoriales, las dos niñas vestidas de rosa, trenzadas en un limbo sin nombre.
En el centro hay una tienda. En la tienda, reconocemos a una mujer kichwa de Ecuador. En ella, una memoria de cruce que habla con palabras de indignación. El único modo de hablar con Ana y escuchar su rabia es simular que compramos algo. Las personas que están por cruzar están siempre vigiladas, la industria del tráfico tiene actores colocados en todos lados para formar su cadena.
«Salí de Azuay. En el camino perdí a mi cuñado, en el Darién. Así me separaron de mi familia, malnacidos. El gobierno nos mandó hambre, no teníamos para comer. Yo llegué hasta acá y ahora tengo que cruzar. El Darién es como estar en el infierno, pero tengo más miedo de los polleros y la policía de acá. Los cadáveres en el Darién quedan sin sepultura, sin nadie que les llore.»
El Darién es un fosa a cielo abierto. Sin embargo, la gente le tiene más miedo a las estructuras policiales, de carteles y coyotes –polleros– que conforman la economía del tráfico. Si bien desde Ecuador ya casi no es necesario salir con coyotes, la llegada a México y el cruce a Estados Unidos aún requieren de ese «servicio». Desde Ecuador, la gente habla de «entregas familiares», encargar les niñes al coyote, o ayudar a gente mayor o con discapacidades. Eso justifica el endeudamiento para salir desde el punto cero con alguien. Si no, el camino está tan trazado y es tan caro –hasta $20.000– que la gente se va sin guía en caravanas o en pequeños grupos.
El 6 de mayo de 2021, CNN publicó un reportaje grabado en un punto fronterizo en el desierto, entre Juárez y El Paso. El periodista siguió a unos coyotes mientras cruzaban a una mujer y a un hombre de Ecuador, de 18 y 20 años. El espectáculo de la frontera producido por los medios: negociar con coyotes vinculados a carteles, entrevistar a dos jóvenes mientras temen morir, hacer de ese temor estridencia.
Días después de irnos de Ciudad Juárez, el 27 de marzo de 2023 tuvo lugar el incendio donde murieron calcinados más de 40 migrantes, por encierro, asfixia y muerte provocada. El fuego de esa noche venía precedido ya por un fuego frío, lento, que abrasa todos los días el suelo donde pisa una persona migrante. Ese fuego frío es encendido cada noche por la policía, el estado, el odio y el cierre de fronteras. Ese fuego frío y lento asesina en las noches en que se calienta, revienta y hace arder cuerpos. Fue el estado. Fue la policía. Fue el odio.