Esta entrevista fue realizada en el hogar de Ángel, en un vestíbulo entre la casa y la chakra. Entre el maíz, el sembrío de lechuga y la puerta de entrada, nos brindó unos bancos. No grabamos ni tomamos fotografías o notas durante la entrevista. Su condición de deportado le exigía actuar con extrema cautela, pues las redes de coyotes son transnacionales; estaban en Gualaceo igual que están en El Paso o en Ciudad Juárez y tienen también un sistema de vigilancia. Este texto es un trabajo de escritura realizado tras esa entrevista.
En septiembre de 2021, Ángel fue deportado desde Estados Unidos a Ecuador. Como es ahora costumbre, se ocultó en su casa durante varias semanas. En parte por seguridad, en parte por miedo y en parte por una vergüenza socialmente impuesta, sobre todo si se trata de hombres jóvenes a quienes se les atribuye el fracaso de la migración por no saber «aprovechar la oportunidad del sueño americano» o por no poder aguantar las condiciones extremas del cruce fronterizo. ¿Cómo no voy a poder cruzar si tengo salud, velocidad, si soy hombre, joven y puedo saltar las vallas?
Es la primera vez que Ángel cuenta su historia, aún desde esa vergüenza, por un sentido de culpa asumido como parte de la experiencia la deportación. Quienes llegan al aeropuerto de Guayaquil en vuelos de deportación cada dos semanas «algo habrán hecho», dice la gente de la zona, y lo sospecha el país entero. La deportación no es considerada un retorno, porque trae consigo el discurso global de la criminalización de la migración y porque muchas veces el hogar no está en el país de nacimiento, está en los lazos afectivos construidos por años en el exterior. Imagine usted ingresar a su país con esposas en un vuelo comercial, a veces con un overol naranja, y enfrentar esa humillación. La deportación no es un retorno, es un castigo que se sufre también al llegar al hogar propio.
«Mi papá se enojó porque mi cruce le costó $10.000. Intenté diez veces, fueron diez caídas. Me dijo que soy un cobarde. Yo quise rendirme muchas veces, pero mi papá me hizo pensar en la deuda, así que tuve que ‘endurarme’ y aguantar»
En 2021, cerca de 96 mil personas de nacionalidad ecuatoriana fueron detenidas y expulsadas de Estados Unidos. Ángel es uno de los miles de jóvenes migrantes que salen de Ecuador pensando que deben terminar en Estados Unidos. Por pobreza, por hambre, porque sus linajes están hechos de migración, por deudas generacionales que son imposibles de pagar y que llevan a nuevos intentos por migrar a pesar de la deportación, a pesar del riesgo. Sus abuelas, sus padres, sus tías migraron. Ángel creció criado por familiares, escuchando la voz de su padre y su madre por teléfono o videoconferencia.
«Mi papá y mi mamá se fueron hace 24 años y tuvieron hijos allá. A mí aquí me dejaron de 11 meses. Por eso era mi destino llegar a Estados Unidos, quería conocerlos a ellos y a mis hermanos.»
Para esto, Ángel debió esperar que su madre y su padre se instalaran en Estados Unidos, se integraran a las comunidades que se reconstituyen allá para sobrevivir, progresar, conservar sus culturas, y que consiguieran sus primeros empleos. Las familias transnacionales saben que los trayectos que las reunifican son cada vez más riesgosos, más arduos. Es su modo de vida.
«A nosotros nos dicen ‘cajas’, cada persona es una ‘caja’ que los coyotes ponen en hieleras, unas bodegas donde dormimos y comemos. Yo, en cuatro meses detenido por los coyotes, estuve en diez o doce bodegas. Nos daban Maruchan y un poquito de canguil, eso comíamos. No nos daban mucha agua, siempre tenía sed»
Ángel hizo varios intentos de cruce. Todos fallidos. Muchas veces, la patrulla fronteriza de Estados Unidos lo devolvía a México y se volvía blanco de extorsión para la policía mexicana, que sabía distinguir a «los deportados» por llevar zapatos sin cordones o pantalones sin cinturón, y los amenazaban con deportarlos definitivamente a Ecuador. Ángel aprendió a evadir estos encuentros, haciéndose pasar por centroamericano y regresando donde los coyotes, que le ofrecían cierta forma de protección frente a la deportación y la extorsión policial y más y más intentos de cruce.
Luego de todos esos intentos fallidos, Ángel fue forzado a trabajar como «pasador» para sus coyotes. Literalmente, ayudaba a pasar a la gente: hacer de campana por si llegaba la patrulla fronteriza, subir las vallas, cargar. Vio a decenas de personas cruzar la frontera, mientras él debía quedarse, usado por los «comerciantes» a las que su familia había pagado para su cruce. Además de lo que suponía no cruzar a pesar de su desesperación, Ángel vio cómo uno de los coyotes violó a tres mujeres delante de uno de los grupos en los que estaba un día. Tuvo que presenciar tal violencia y no pudo actuar. Así pasaron esos meses.
«Yo estuve en la cárcel de Ciudad Juárez. Desde ahí, controlaban a los coyotes. Un día, tratando de cruzar, llegó la policía. Como nadie me había explicado cómo era, yo solo vi que llegaron y ya no me pude escapar. Pensé que era parte del cruce, pero me pusieron esposas, me llevaron y luego me subieron en un transporte. No sé cómo pero terminé en el Cereso.»
Los Centros de Readaptación Social (Cereso) forman parte del sistema penitenciario mexicano y albergan a personas procesadas o sentenciadas por delitos del fuero común, según reza su misión. Sin embargo, hoy forman parte del sistema penitenciario transnacional que administra la movilidad humana, criminalizada de diversas maneras por el gobierno global de las migraciones.
«Yo quería migrar para apoyar a mis abuelitos y a mis hijos, mi mujer está de 40 semanas. Quiero ponerme una huerta con un cultivo acá, pero no descarto volver a irme. Cuando me deportaron, me pusieron esposas en las manos y en los pies. Yo no nací para ser esposado.»