Antes, les niñes aprendíamos a veces la canción de Pecos Bill. Había una versión en los discos de Cepillín; en su voz aparecía la historia del famoso vaquero, un súper hombre, «el más temible, más terrible y más valiente». La letra dice, por ejemplo:
Unos indios merodeaban Texas City
y eso a Pecos para nada le gustó
con su revólver desde un árbol
mientras se estaba afeitando
a 2.500 de ellos liquidó…
La letra es de Luis Aguilé, cantautor de derechas. Además, Pecos Bill fue loado como fundador del mundo: su navaja abrió una frontera, el gran río. Este hacedor, dice el cuento, fundó una tierra con su propia arma. En su agonía, abrió una frontera con el Río Bravo:
Y cuando estaba medio muerto
hizo un tajo en el desierto
y allí mismo el Río Bravo construyó.
La navaja de Pecos Bill abre una división, esa arma funda una ley. La canción no es inocente: la relación cristalizada entre armas y ley funda un orden en Texas. Pecos Bill se multiplica en miles de vaqueros; reconstruir su historia permite entender las fronteras, la institución de la policía y la propiedad privada hoy. Vaqueros como este eran cuidadores del ganado que introdujeron los españoles durante su expansión colonial. El cowboy adquirió importancia durante el siglo 19 con el desarrollo de las rutas ganaderas en esa zona. Alguien tenía que cuidar el ganado de cada propiedad y, además, distinguir unos especímenes de otros, para lo cual se marcaba a cada animal con hierro candente.
Los famosos vaqueros cabalgaban hasta Pecos para beber en sus famosos saloons. Uno de ellos estaba en el antiguo Orient Hotel, que conserva su antigua taberna y es hoy el Museo del Oeste del Pecos —que también es un río, de ahí el nombre—.
Es imposible describir todo lo que contiene dicho museo, pero es muy claro desde dónde narra la Historia: en su centro, se hallan el vaquero blanco —aunque hubiera ganaderos indígenas y mexicanos que también eran cowboys, no son visibles— y su señorío sobre las tierras tejanas. La taberna del Orient Hotel tiene agujeros de balas, puertas de vaivén y sillas de madera que traen de vuelta las trifulcas de esos hombres duros que salían volando por esas puertas y que vimos en tantos westerns. En realidad, eran una protopolicía.
Entre lo más impactante del museo se hallan algunos objetos que hacen este señorío. Por ejemplo, está el alambre de púas, que en Texas tuvo muchos diseños y estilos distintos, los cuales se exhiben en las salas. Las cercas de madera fueron sustituidas en la década de 1870 por un material de alambrado consistente en púas enrolladas alrededor de una hebra de alambre y sujetas mediante la torsión de esa hebra alrededor de otra. En la sala hay una pieza de madera con la forma de Texas que contiene 25 trozos de alambre con diseños que van desde estrellas «ninja» hasta el estilo «Moderna», datados entre 1874 y 1887. Lo que conocemos hoy como alambre mortal para animales y humanes se origina en una patente de alambre para el ganado.
De allí viene la concertina, el alambre de cuchillas que forma grandes bobinas mortíferas capaces de expandirse como un acordeón. Tristemente, su nombre se toma de un instrumento musical. Esos piquetes de acero se usan hoy para levantar obstáculos en prisiones, campos de detención y fronteras. Los vaqueros colocaban el alambre Glidden o el Buffalo Wire en las propiedades privadas y situaban allí al ganado, marcado a fuego con distintivos sellos de cada rancho. Los estilos de daño que se hacía sobre la piel del ganado, aún conservados en decenas de hierros de marcado; los alambres de púas de varios estilos; los sombreros; las botas, conforman una especie de altar a la propiedad privada, vigilada por los cowboys. Estos hacían patrullajes a caballo, ahuyentaban a «invasores» o los encerraban en lugares controlados por el sheriff. Así, es la vigilancia de los dominios de blancos lo que organizó aquello que hoy conocemos como policía.
Por su parte, la sala de culturas indígenas es genérica, con datos elusivos, y no describe ni a las tribus que habitaron Pecos, ni la historia del acaparamiento de tierras, ni el exterminio. Hay souvenirs indígenas que se venden vaciados de su historia, una historia borrada para poder seguir honrando a Pecos Bill. Las personas y culturas representadas en la sala son descritas como «mujeres de los llanos», por ejemplo.
Al ver este desierto y hablando de coloniaje, aparece el espectro de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, quien viajó por esas tierras en 1535. Al leer en sus Naufragios sobre su hambre y su sed al verse desamparado tras naufragar su nave, aparecen también los cuerpos de quienes cruzan hoy ese mismo desierto. La misma sed, la misma hambre, pero concebidas de modo muy distinto. Escribía Cabeza de Vaca hace casi 500 años:
…y como había cinco días que no bebíamos, la sed fue tanta, que nos puso en necesidad de beber agua salada, y algunos se desatentaron tanto en ello, que súbitamente se nos murieron cinco hombres. […] Y como vimos que la sed crecía y el agua nos mataba, aunque la tormenta no era cesada, acordamos de encomendarnos a Dios nuestro Señor, y aventuramos antes al peligro de la mar que esperar la certinidad de la muerte que la sed nos daba.
Atravesar el desierto, ver el cuerpo vacío de sed, pegados los huesos al miedo y al hambre, y encomendarse apenas. Cuántos caminos en el mismo desierto, y qué distintos entre sí.
Texas, explorada por Cabeza de Vaca, recupera en el presente su pasado hispánico a través de buena parte de su población. «Aquí no se habla de la relación con México, sino con España, saltando toda la situación colonial», nos explican. Es una forma de negar su propia frontera y su relación con las Américas. El museo destaca a varias figuras «hispanas» relevantes en la historia del estado: médicos o maestros cuyo valor estaba en su ascendencia española, aunque hubieran nacido en Cuba o México.
Esa línea de blanqueamiento tiene genealogías que el museo muestra claramente: los hombres valiosos de Texas, si no eran blancos, eran de estirpe hispánica, y si eran blancos, son hoy los padres de su policía y grupos de vigilancia. Fueron hombres como los ganaderos tejanos quienes formaron milicias para vigilar la frontera al expandirse su trabajo al patrullaje. Son los famosos Texas Rangers. Servían a los colonos, ejecutaban a ladrones de ganado sin juicio previo, expulsaban a las tribus indígenas de sus propias tierras y ejecutaban linchamientos. Las milicias se formaron con dinero privado. Como lo relata el Texas Ranger Hall of Fame and Museum, en 1823 el empresario Stephen F. Austin anunció que complementaría las patrullas de la milicia del gobierno mexicano con su propia fuerza de diez hombres, a los que pagaría de su propio bolsillo. Era necesario, decían, robustecer la frontera y defenderse de los ataques de las tribus indígenas que intentaban recuperar sus tierras. Las milicias tejanas fueron oficializadas por el gobierno provisional de la Revolución de Texas y luego del Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848.
Hoy, en la patrulla fronteriza, en las fuerzas policiales y en las vigilancias privadas, hablan los ecos de los Texas Rangers y sus sistemas de castigo. La megacárcel más «moderna» en Ecuador fue construida con el modelo tejano de prisión.