Cada vez que cruzo la frontera, yo misma me divido. ¿Qué es una frontera? Un invento del poder para el control del territorio, un territorio previamente usurpado, colonizado muchas veces. Pero, a la vez, la frontera es real, tan real como dos niñas ecuatorianas lanzadas por un coyotero de un lado a otro del muro que divide México de Estados Unidos. Dos niñas pequeñas, lanzadas solas, sin nadie que las cuide, a través de un muro muy real. La frontera es tan real como un oficial de migración revisando detenidamente mi pasaporte, tomando mi foto, haciendo preguntas que debo responder con palabras precisas en una lengua que hablo imprecisamente. Un invento muy real.
La frontera nos divide, diferencia nuestras historias, nos clasifica, nos legaliza y nos salva, o nos vuelve “ilegales” y nos condena. Esa división muchas veces nos marca por siempre, impide que construyamos destinos y luchas comunes. Cuántas veces he escuchado a personas migrantes quejarse de la migración “ilegal”; la sienten como una competencia desleal, olvidan que el problema no son las estrategias que las personas migrantes utilizan, estrategias que habrán utilizado para sostener su propia historia. Cada quien opta por lo que puede, no por lo que quiere: si los procesos migratorios son ultra-selectivos y dejan por fuera a quienes no tienen títulos universitarios, ni hablan una segunda lengua, ni tienen propiedades, es decir, a quienes precisamente necesitan migrar para sobrevivir, ¿entonces quiénes tienen acceso a la migración “legal”?
Y aquí está Nueva York, esta ciudad tan latina, donde los letreros están en inglés y español, donde hay spanglish en cada esquina.
La primera vez que estuve en NY sentí que aquí era imposible no encontrar el amor, aquí está el mundo, están todas las formas de vivir, de entender el amor, la muerte, el odio, están aquí, todas las historias metidas en un solo vagón del metro…
Cuando estoy en Jackson Heights, constantemente tengo que recordarme a mí misma que no estoy en Carapungo, ni en la Marín, pero la calle se parece demasiado a mi barrio desordenado, de ventas ambulantes y música chichera a todo volumen. La comida humeando en la puerta de los restaurantes me trae los recuerdos, ya no sé si estoy acá o allá.
La ciudad es una combinación de norte-sur, a veces grotesca, a veces conmovedora. La mujer con un niño a las espaldas vendiendo chicles en medio de los rascacielos, los trabajadores informales parados, desde muy temprano y hasta muy tarde, en una esquina en Fairview.
Esta ciudad es sostenida por los brazos de trabajadoras, de trabajadores migrantes, miles de entre ellxs clasificadxs como Latinxs, sin papeles, esperando un trabajo, cualquier chauchita en las calles, como en una esquina de Quito. Solo que aquí es invierno y la familia está lejos –al menos eso se soluciona en parte con el celular y las recargas que de dólar en dólar hacen–.
Son quienes han logrado llegar, quienes han sobrevivido al desierto, a la migra, al río, a las mafias de tráfico de migrantes. Han llegado, como sea, pero han llegado, rotos, pero han llegado, y el American dream parece más cerca ahora, aunque siempre se les escape. El sueño sigue siendo solo eso, porque las leyes de migración castigan a quienes tienen ilusiones.
Tierra de sueños y posibilidades con la que muchos fantaseamos cuando la realidad es una pesadilla.
Esta ciudad inventa ilusiones y al mismo tiempo devora sueños. Aquí todo parece posible, eso es suficiente para un mundo donde cada vez hay menos salidas.
Nueva York, New Jersey o, mejor dicho, “niu-llersi”, son lugares familiares en nuestra memoria colectiva, de alguna manera nos son cercanos, los imaginamos como un territorio extendido, como una provincia más, un poco más lejana pero nuestra en parte, porque nuestra historia familiar y personal son transnacionales: todos tenemos la tía, el hermano, la mamá, un primo, el amigo de secundaria, que se fue, que ahora vive en ese territorio, latinizado por nuestra migración. De cualquier manera, habitamos esos territorios otros y los hacemos nuestros a través de la migración.
El metro
Una mujer, evidentemente latina, (¿ecuatoriana, peruana?) se me acerca, me pide ayuda para comprar su boleto de metro. Le digo que no vivo aquí, pero la niña que está prendida de su mano me mira con unos enormes ojos de esperanza. Voy con ellas a la máquina, les pongo el teclado en español. El alivio enorme de que esta sea una ciudad donde el español es segunda lengua…pero ella de todos modos no quiere pagar en la máquina, ayer perdió $10, dice, porque la máquina no le dio recibo. –Entonces puedes ir a la ventanilla, le digo. –¿Mejor puedes ir tú?, me responde. Entonces entiendo que no habla inglés. La niña sigue atenta todo el diálogo, como una extensión de la mano de su mamá. –Claro, le digo, y le recargo su tarjeta en la ventanilla. Las dos reciben la tarjeta con la misma sonrisa y un gracias. Se aleja, se pierde entre los cientos de personas que cruzan a prisa la estación del metro; la niña me regresa a ver y me da una última mirada sonriente. Las puertas del metro se abren y ambas desaparecen.
La Frontera
No nos cansaremos de repetir con Francesca Gargallo que las fronteras son asesinas, asesinas de niñas, de mujeres y hombres que son convertidos en delincuentes cruzando una frontera en busca de pan para sus hijos, salud para su familia, dinero para enviar a sus madres. Hombres y mujeres que previamente han sido despojados de su derecho al trabajo, desplazados de sus territorios por las compañías extractivistas, que han sido campesinos migrantes en las ciudades. Algunos, muy pocos de ellos, han llegado a América del Norte, donde siguen siendo trabajadores, los más explotados, los que sostienen con su esfuerzo la economía de dos países, el de llegada y el de origen. La del norte y la del sur. Recuerdo esa canción que tantas veces escuché allá en Ecuador:
Ya me voy, yo ya me voy,
¿Ya no hay dónde trabajar
Ya me voy, yo ya me voy,
Para el Norte a trabajar…